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  • Foto del escritorDoctora Rodríguez Muñoz

La orina, primer blanqueador dental

Actualizado: 8 jun 2023


Sabemos que la preocupación del hombre por mantener, no solo una buena salud oral, sino también una correcta estética dental, se remonta a las primeras civilizaciones. Ya los hombres prehistóricos consideraban que tener unos caninos grandes y blancos significaban fuerza y poder en la tribu y las primeras “ortondocias” se encontraron en las momias del Imperio Egipcio (ver La alineación dental, una inquietud desde los egipcios).


Son muchos los materiales y herramientas encontradas a lo largo de la historia y en diferentes culturas que perseguían el objetivo de lograr una sonrisa “reluciente”, usando incluso elementos abrasivos para eliminar la placa y sarro acumulado en el esmalte. En Asia utilizaban pañuelos de lana para sacar brillo a los dientes y en la antigua China las mujeres cuyo marido moría se los teñían con colores oscuros para así “perder su belleza”.


Sin embargo, fue en el Imperio Romano cuando más cuidados especiales se establecieron para la higiene bucal (ver Higiene bucal y tratamientos dentales en las antiguas Grecia y Roma). Ya contamos que después de las comidas solían usar mondadientes (dentiscalpium) hechos con madera, pluma, astilla y otros materiales y que fabricaban una especie de pasta dental con polvo de piedra pómez, vinagre, miel y sal. También recurrían a diferentes remedios para camuflar el mal aliento como enjuagar la boca con vino o masticar hierbas aromáticas y pastillas perfumadas.


Pero también durante el siglo I, el inventor romano Escribonius Largus —que realizó importantes campañas de promoción de la higiene oral— popularizó el uso de la orina humana como dentífrico y blanqueador natural mezclada con vinagre, miel, sal y cristal molido. Según su teoría, la fórmula química de la orina se compone de altas cantidades de amoníaco, un elemento permitía una efectiva limpieza y blanqueamiento dental.


Posteriormente, entre los siglos XIV y XVIII, el proceso para blanquear los dientes consistía en desgastar el esmalte con lijas metálicas aplicando después una solución de ácido nítrico. No fue hasta 1916 cuando comenzó a utilizarse el ácido clorhídrico y en 1918 el peróxido de hidrógeno utilizando la intensidad de la luz para aumentar la temperatura y acelerar así el proceso químico de blanqueamiento, descrito por primera vez por Wallace Abbott, fundador de Abbott Laboratories, y aceptado como tratamiento en 1930. Las primeras técnicas para aplicar el calor sobre el esmalte consistían en utilizar instrumental de metal previamente calentado aunque comprobaron que existía el riesgo de provocar un daño irreversible a la pulpa y empezaron a centrarse en activar el peróxido con espectros de luz que no le afectaran, como luces halógenas, diodos, arcos de plasma o láser.


En 1986 se comercializa el primer blanqueador con un 10% de peróxido de carbamida, que tres años más tarde se aplica en los pacientes mediante cubetas individuales, naciendo así algunos de los procedimientos actuales. Hoy el método más extendido emplea geles de peróxido de hidrógeno con una concentración entre un 20% y un 37% que se activan químicamente y con luz fría de arco de plasma, aunque se puede combinar con otras técnicas como la microabrasión si existen manchas a eliminar en el esmalte dental.


Fuentes: Diente a diente y trabajo de investigación de Carlos Oteo, profesor titular de la Facultad de Odontología de la Universidad Complutense de Madrid.

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